CEPA FAUSTINA ÁLVAREZ GARCÍA
Presentación
MEMORIAS DE UN NIÑO
CAMPESINO
(fragmento)
-¿Y qué es la muerte? -le pregunté al enterrador.
-¡Salís con cada cosa los rapaces! ¿Qué te voy a decir? La
muerte es la cosa más desgraciada que le puede ocurrir a uno. (…) Todos
nosotros somos una escalera con tres peldaños: nacer, vivir y morir. Y no hay
vuelta de hoja, como dicen los viejos. Tememos la muerte porque no sabemos lo
que habrá detrás de ella. Cuando llega, la sienten más que nadie los que
desaprovecharon la vida, los que perdieron el tiempo. Aquellos que hicieron
algo de valor saben que no mueren del todo. Tú no puedes entender por ahora estos
asuntos tan serios. Todavía les cuesta entenderlos a muchos hombres de barba.
A mí me pareció comprender a derechas todo lo que Serafín
decía, pero me callé; lo dejé seguir. Le gustaba que le escuchasen.
-Piensa en esto -me dijo-. El mundo es una rueda y nosotros
la hacemos avanzar. Cada cual empuja de acuerdo con su fuerza. Yo entierro
muertos y reparo la carretera. Otros escriben libros, construyen puentes y
gobiernan naciones. Pero los hay que no hacen blanca y encima tienen el tupé de
derrumbar lo que hay hecho. En el remate de la vida debe pesarles, aunque ya
será tarde. Si supiésemos por adelantado el día de nuestra muerte, ¡qué manera
de querernos unos a los otros y de amar la vida! Todo esto lo aprendí en la
guerra. Imagina la víspera del último viaje. Apretando contra el corazón a
todos; mirando al sol, la tierra, los árboles; recorriendo a toda prisa los
caminos otrora andados; despidiéndose del mundo, haciendo en esas pocas horas
algo donde quedase grabado nuestro espíritu para que nos recordasen los vivos.
Hablaba deprisa y como que estuviese en un púlpito, moviendo
los brazos. Volvió a mirar la sombra del ciprés en la pared. De pronto se
levantó, cogió el pico y continuó su trabajo.
-Ven -me gritó-. Acércate. Aquí tienes lo que queda de un hombre. Mira -me mostró varios huesos alargados-, esto eran piernas y brazos; y ahí tienes la cabeza. La cara la llevaron los gusanos. ¡Estiércol! Pero la fuente nueva, con sus cuatro grifos de hierro, sigue vertiendo agua para beneficio de los vecinos. Por obra de Manuel de Rendos, el dueño de estos huesos que ves. Lo enterré hace nueve años. Rendos vivirá mientras la fuente dure. Aunque se haya podrido su cuerpo.
Recuerdos de
mi padre: un maestro que entregó su vida a la escuela pública
Recuerdos de mi padre: un maestro que entregó su vida a la escuela pública
Este jueves celebramos la vida de mi padre en un homenaje
público que organizó el equipo directivo de su colegio del alma, el centro de
personas adultas Faustina Álvarez García de León. Estuvieron con nosotros el
director provincial de Educación y el poeta Antonio Gamoneda, que dijo: “La
inteligencia generosa de Ángel se vertía en todo lo que hacía”. A continuación
reproduzco una versión editada de mis palabras durante el acto. Espero que
sirvan de reconocimiento a todos los buenos maestros y también de inspiración a
quienes aspiramos a construir una sociedad mejor.
El día que enterramos a papá me ocurrió algo extraordinario
que no olvidaré jamás. Al salir del cementerio, el empleado de la funeraria se
me acercó a darme las cintas de las coronas de flores que habían llegado de
todas partes. Era un señor calvo de unos 50 años. Ni alto ni bajo. Camisa
blanca de manga corta y corbata negra. Sonrisa tímida y voz respetuosa, como
con miedo de molestar.
Se llamaba Juan y había nacido en la comarca de Babia, como
mi padre. Él fue quien vino a la clínica a levantar el cadáver de madrugada y
quien lo preparó para el velatorio unas horas después. También fue él quien
condujo el coche fúnebre desde León hasta La Vid de Gordón, el pueblecito minero
junto al puerto de Pajares donde papá había pasado su niñez y su juventud.
Al despedirme, Juan me miró a los ojos y me dijo: “Verás… Yo
también fui alumno de tu padre”.
Juan había sido uno de los primeros alumnos de papá en el
colegio de adultos de Sierra Pambley.
Aquel momento en el cementerio me devolvió a uno de los
recuerdos más vivos de mi niñez: la forma en la que decenas de extraños paraban
a mi padre por la calle cuando salíamos de paseo por León. Recuerdo como si
fuera hoy la calidez, el respeto, el agradecimiento con el que le miraban
personas que en algún momento de sus vidas habían pasado por sus clases.
Camareros, taxistas, fontaneros. Funcionarios de Hacienda. Albañiles.
Auxiliares de clínica. Inmigrantes que habían aprendido allí sus primeras
palabras de español.
Papá no siempre recordaba sus nombres pero con todos tenía
palabras cariñosas. Se interesaba por sus padres enfermos. Les hacía reír con
alguno de sus chascarrillos. Les recordaba que todavía estaba abierto el plazo
para la matrícula para los cursos de informática o ebanistería. Se ofrecía a
dar clases particulares a algún hijo díscolo. Si lo necesitaban, les escribía
una carta de recomendación.
A menudo le paraban por la calle también aspirantes a
maestros y profesores de instituto a los que preparaba para sus oposiciones en
una academia de León. En muchos de aquellos discípulos, hoy desperdigados por
los colegios de la provincia, permanece viva la llama que encendió. A mediados
de agosto, a punto de morir, me decía emocionado: “Se los encontrará por ahí
María ahora y le hablarán a María de su padre”.
María, por supuesto, era la niña de sus ojos, la madre de
sus nietas queridas, la hija que siguió como maestra sus pasos y los de mamá.
“¡Qué buena maestrina es! ¡Es igual que mamá!”, decía con orgullo al ver las
unidades didácticas que preparaba para sus alumnos de San Claudio o de Boñar.
Podría contar muchos detalles sobre papá. Su gusto por el
bacalao al ajo arriero y los chistes de Chiquito. Su amor por los versos de
Miguel Hernández y por el disco en bable de Víctor Manuel. Su madridismo y su
pasión por el latín y otras lenguas clásicas. Su rectitud moral, legado
invisible de sus padres. Los sacrificios que él y mamá hicieron por mi hermana
y por mí. El amor incondicional con el que cuidó de mamá desde la tarde en que
celebró su jubilación en 2009 hasta unos días antes de morir.
Es tanto lo que queda por contar que no acabaríamos nunca.
Por eso intentaré ceñirme en este texto a su labor profesional como educador y
como director. Contaré primero quién fue papá. Explicaré después en dónde
hundían sus raíces sus valores como maestro. Al final diré lo que creo que
podemos aprender de esos valores quienes hoy aspiramos a construir una sociedad
mejor.
En lo posible usaré sus propias palabras, entresacadas de
sus posts en Facebook, de sus artículos en la revista Huellas que todavía edita
su colegio y de los recuerdos que compartió conmigo en la clínica unos días
antes de morir.
Mi hermana y yo el día del homenaje con Antonio Gamoneda y con las tres mujeres que componen el equipo directivo del centro: Lidia Getino, Marisol Fernández y Maribel Rodríguez.
Si estuviera hoy aquí, papá empezaría a contar su propia
historia y la de su vocación por la enseñanza citando a José Álvarez Álvarez,
alias Chazano, su primer maestro en Quintanilla de Babia. El hombre que le enseñó
a leer y a escribir.
“Él nos ponía las muestras con una letra extraordinaria y
era muy recto”, recordaba papá hace unos años. “Utilizaba métodos propios de la
época pero gobernar aquella clase era muy difícil. Yo le guardo una enorme
gratitud y me he olvidado de la dureza de sus castigos. Seguí sus pasos como
docente y mi gratitud será eterna. Le vi por última vez en Piedrafita de Babia,
en el bar Chicote. Por supuesto, no me reconoció pero yo sí le reconocí a él y
guardo el entrañable abrazo que nos dimos y cómo rompió a llorar al percibir mi
cariño y mi gratitud. Era maestro dentro y fuera del aula, ponderado y comedido
en sus juicios, solemne en las formas. Ese abrazo en el Chicote y esas lágrimas
de emoción las tomé siempre como la entrega del relevo y las llevé siempre en
mi corazón”.
No es difícil reconocer algunos de los rasgos de papá en su
descripción de aquel docente de Quintanilla de Babia. La caligrafía
extraordinaria. La ponderación en los juicios. El aura invisible de la
autoridad.
Pero aquel Chazano no fue sólo el espejo en el que un día se
miraría papá como maestro sino el hombre que le abrió la puerta de una vida
mejor. Con apenas siete años, dejó Quintanilla para ir al seminario. Primero en
Santibáñez de Porma y luego en el seminario menor de la carretera de Asturias.
Ocurría a menudo en la España sin horizontes de los años 50.
A los niños de las familias pobres el seminario les ofrecía una formación
académica inimaginable en muchos rincones de la provincia de León. Papá llegó a
Santibáñez con su madre en el coche de línea. A menudo contaba que por el
camino se les rompió el asa de la maleta de cartón y tuvieron que atarla con
los cordones de una bota.
Allí y en el seminario menor vivió en condiciones muy
difíciles. En invierno le tocaba romper el hielo para lavarse y volvía a casa
con las manos llenas de sabañones. Pero siempre hablaba de aquellos años con
alegría y con una gratitud inmensa hacia aquellos curas de los que había
aprendido latín o teología y que le habían enseñado a cantar la misa de Angelis
que todavía tarareaba unos días antes de morir.
Esto escribió sobre sus años en el seminario para la revista
que se editó con motivo de una reunión de antiguos alumnos.
“Los hijos de los ricos rara vez venían aquí. Tenían un
instituto en el centro de la ciudad. Dios elegía entre la gente humilde. Se
seguía apareciendo a pastores y a mineros. En medio de tanta austeridad nos
fuimos curtiendo y convirtiendo en todoterrenos de tracción total. Nunca conocí
a nadie que alcanzara la mística. Pero recibimos formación humanística
modélica, capacidad de trabajo sin límites, honradez, tolerancia, capacidad
para comunicar y sentir, sensibilidad, sentido trascendente de la vida,
capacidad de caer y continuar el camino aunque sea sangrando y sin cicatrizar
las heridas, capacidad de darse sin límites y sin esperar nada a cambio, deseos
de dar y dar a cambio de lo poco recibido porque siempre estás en deuda con
quien algo te ha dado”.
En estas palabras está contenido el carácter de papá, su
capacidad de trabajo sobrehumana, sus principios sólidos y quizá también su
filosofía de la educación, que empezó a aplicar con apenas 19 años en el
colegio del Patronato de la Huella Vasco Leonesa y en el colegio San Miguel
Arcángel de Ciñera, en la cuenca minera, muy cerca de La Vid de Gordón.
Mi padre (en cuclillas, el primero por la derecha) y mi madre (de pie con jersey morado de cuello alto) en sus primeros años como maestros en Ciñera de Gordón.
Sus primeros alumnos fueron unos niños de siete años, hijos
de mineros como él. Juntos viajaron a Madrid para recoger por dos veces el
Premio Ejército en 1976 y en 1980. Fue un doble logro extraordinario para un
profesor novato, casi adolescente. Pero aún más extraordinarios son los
testimonios que le fueron dejando en Facebook aquellos alumnos, casi siempre al
felicitarle por su cumpleaños medio siglo después de coincidir con él. He aquí
una pequeña muestra.
“Hace 50 años usted me dio clase de Lengua y Literatura.
Desde entonces me apasiona la literatura y todavía no se me ha olvidado el
poema al Cristo crucificado. Esa pasión por la lectura la han heredado mis
hijos y mis nietos también”, escribía María Justicia.
“Tengo una niña de 13 años que sabe los tiempos verbales
mejor que la mayoría de sus compañeros gracias a aquel cuadro tan magnífico que
nos enseñaste”, escribía Paco Juanes.
“Las ecuaciones sólo se hicieron fáciles con las
explicaciones que nos dabas. A todo lo que hacías le ponías tanto amor y
dedicación… Fuiste mi mejor profesor”, escribía Ángela Sánchez.
“El latín lo llegué a entender con tus explicaciones.
Todavía recuerdo aquello que decías de ‘yo sé más latín que los curas’. Creo
que no mentías”, escribía Eliseo Fernández.
“No habrá años para devolverte en cariño todo lo que has
aportado a nuestra vida. Me siento afortunado por haberme cruzado en la vida
con maestros con mayúsculas como tú”, escribía Juanjo Santano.
“Cuando se ama una profesión, no importan los años que se
tienen. Importa el tiempo que se le dedica. Tú nos dedicaste ese tiempo para
que fuésemos personas dignas de este mundo, profesional y humanamente. Por eso
nunca me cansaré de decirte: gracias, gracias y gracias”, escribía Manuel
Pérez.
Sólo un maestro o una maestra puede comprender el verdadero
valor de los testimonios de aquellos alumnos en quienes papá dejó una huella
que ha sobrevivido medio siglo.
Ninguno dice que fuera un profesor inexperto. Muchos hablan
en cambio de su entusiasmo y de las fórmulas con las que les ayudaba a digerir
asuntos áridos o difíciles de entender.
Ese instinto didáctico tenía que ver con la formación
humanística del seminario de papá pero también con su propia curiosidad. Creció
en una casa sin apenas libros y al graduarse le compró a Ferino, el librero de
Ciñera, una enciclopedia Espasa. Le hizo un 20% de descuento a cambio de
exponerla durante dos meses a ver si picaba alguien. Aquel librero no vendió
ninguna enciclopedia más.
Fue entonces cuando empezó a impartir clases particulares, a
menudo de forma gratuita, primero en una salita de su casa y luego encima de la
casa del cura de Ciñera. En la clínica me contó que la mujer de un minero que
tenía nueve hijos le llevó un verano a dos que habían dejado asignaturas para
septiembre. Al final la mujer llegó con 250 pesetas. Él se negó a aceptarlas y
le dijo “Pero mujer… Cómpreles dos pares de zapatillas”.
Ése era papá.
Ciñera fue también el lugar donde papá conoció al hombre que
cambió su vida para siempre y de paso la nuestra también: el inspector Serafín
Sánchez Sánchez. Serafín quedó tan impresionado con aquel joven maestro que lo
propuso como profesor del centro de adultos que la Fundación Sierra Pambley iba
a abrir en la ciudad de León.
Allí trabajó y trabó amistad con el poeta Antonio Gamoneda y
llegó de la mano de otros maestros históricos en el programa de adultos. En
aquel caserón junto a la catedral, que forma parte de mi niñez y de la de mi
hermana y donde se formaron cientos de hijos de obreros hasta la represión
cruel y miserable de las tropas franquistas, permaneció papá como director
hasta 1993. Después de un breve lapsus, fue director del colegio que surgió de
la fusión de los dos colegios de adultos de León desde 1996 hasta 2007 y
terminó su carrera dando clases a un grupo de señoras mayores de un pueblo de
las afueras durante dos años hasta su jubilación.
En esas tres décadas está contenida toda una vida. Levantar
dos colegios casi de la nada. Lidiar con los conflictos inherentes a cualquier
claustro de profesores. Ir a vigilar las obras los fines de semana. Estudiarse
los catálogos para elegir los ordenadores del colegio sin saber una palabra de
informática. Rotular los carteles del colegio de su puño y letra. Asegurarse de
que cada detalle de la experiencia de los alumnos era excepcional.
Se podría decir de él que fue “pródigo sembrador de
escuelas” como dice la placa dedicada al leonés Paco Sierra, benefactor de la
Institución Libre de Enseñanza y fundador de la Fundación Sierra Pambley.
En primer plano, a la izquierda, Antonio Gamoneda. En la pared, un retrato de Faustina Álvarez y una reproducción de la vidriera que es emblema del colegio. A la derecha el coro Lauda, que cantó al final del acto.
Papá se dejó el alma en cada detalle. No voy a contar todo
lo que hizo durante sus años en el programa de adultos de León. Pero sí quiero
destacar dos detalles de todo lo que hizo aquí.
El primero es que siempre fue muy consciente de la
diversidad de ese proyecto educativo. A su colegio de adultos, como a Sierra
Pambley, llegaban adolescentes desnortados, señoras que querían aprender unas
nociones de informática, inmigrantes sin papeles que necesitaban aprender español.
También padres de familia a los que sus empresas amenazaban con despedir si no
sacaban el título del graduado, corales que necesitaban un local de ensayo, la
hermandad de León en busca de donantes de Sangre y abuelas como su añorada
Orosia Silvano, que con 91 años recitaba de memoria sus poemas en las
ceremonias de clausura y de la que los maestros del centro siempre hablaban con
admiración.
Papá sabía que los alumnos llegaban aquí por caminos muy
distintos y que a menudo pertenecían a grupos muy vulnerables. Por eso siempre
se esforzó por tratar a cada uno según sus necesidades. Esto decía en 2009 en
la revista del colegio cuando le preguntaban por los problemas que había
encontrado entre los alumnos.
“En los jóvenes, desmotivación y desaliento porque la
escolarización obligatoria no les enseñó ni siquiera a leer y a escribir.
Cuando estas técnicas básicas no se adquieren, ¿a quién le puede apetecer
estudiar? Entre las personas adultas encontré valores y vidas plenas de
sacrificios y de renuncias que me han enseñado a ser mejor y más humilde. A
veces me he sentido muy poca cosa a su lado. Desde aquí quiero agradecérselo de
corazón”.
El segundo detalle que destacaría de su gestión es que
siempre se empeñó en integrar en el colegio a personas con ideas distintas.
Papá a menudo exhibía algún ramalazo autoritario. Pero nunca fue una persona
sectaria y siempre respetó y admiró la integridad y la profesionalidad de los
colegas que no pensaban como él. Juntos construyeron un gran colegio sin que
importaran banderas ideológicas, esquivando las ocurrencias o los nombramientos
de los gobiernos de turno y sin otro carné que el carné de identidad.
De nuevo recurriré a las propias palabras de papá al
celebrar la jubilación de su amigo Miro, profesor del centro, en la revista
Huellas de 2006.
“Te considero, Miro, uno de mis mejores maestros en lo
pedagógico y en lo humano. Gracias por tu magisterio, por tu paciencia, por
tener siempre la candidez de aquellos niños de la Cabrera que te seguirán
recordando. Gracias por haberme enseñado el respeto por quienes no piensan como
yo y que, sin embargo, también tienen su verdad y su razón”.
Ése era papá.
La diversidad de aquel proyecto educativo y su pluralismo
son dos tesoros valiosos en esta nación crispada, donde surgen cada vez más
señores vociferantes que explotan nuestra división. Aquel colegio de adultos
fue, es y seguirá siendo, estoy seguro, un oasis abierto a la ciudad. Allí
nunca cupieron la mezquindad o el sectarismo y será por muchos años un espacio
que ayuda a integrar a decenas de inmigrantes sin mirar sus apellidos, su
religión o su color de piel.
Son triunfos pequeños pero muy importantes que dan fe del
esfuerzo y de la generosidad de papá pero también del trabajo del actual equipo
directivo y de todos los maestros que habéis trabajado aquí.
Antes de terminar, me gustaría evocar aquel 8 de marzo de
2004 en que este colegio estrenó el nombre de la leonesa Faustina Álvarez
García en homenaje a aquella pionera, maestra, inspectora de educación y madre
del dramaturgo Alejandro Casona.
Unos días antes de morir, papá me contó con detalle aquel acto (incluida por cierto alguna maldad sobre los políticos que vinieron) y me habló con admiración de Lydia, de Marisol y de Maribel: tres maestras al frente de este centro que lleva el nombre de otra maestra, nuestra admirada Faustina. “No sabes lo curiosín que han dejado el centro".
Recuerdos de mi padre: un maestro que entregó su vida a la escuela pública. [Escrito por Eduardo Suárez, periodista, hijo del homenajeado, Ángel Antonio Suárez]
Papá y mamá, el 7 de junio de 2012 en Nueva York. Tres años
antes, se habían jubilado como maestros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario