martes, noviembre 01, 2022

Memoria de la escuela - CEPA FAUSTINA ÁLVAREZ GARCÍA (2005-20016)

 CEPA FAUSTINA ÁLVAREZ GARCÍA

Presentación


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Una entrevista para El Periódico E M entre mayores (junio de 2007)


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LECTURA CONTINUADA EN EL SALÓN DE ACTOS DEL CENTRO CON MOTIVO DEL CUARTO CENTENARIO DE LA MUERTE DE MIGUEL DE CERVANTES 
(22 DE ABRIL DE 2016)

Mi intervención

Texto leído:

MEMORIAS DE UN NIÑO CAMPESINO

(fragmento)

de Xosé Neira Vilas 

-¿Y qué es la muerte? -le pregunté al enterrador.

-¡Salís con cada cosa los rapaces! ¿Qué te voy a decir? La muerte es la cosa más desgraciada que le puede ocurrir a uno. (…) Todos nosotros somos una escalera con tres peldaños: nacer, vivir y morir. Y no hay vuelta de hoja, como dicen los viejos. Tememos la muerte porque no sabemos lo que habrá detrás de ella. Cuando llega, la sienten más que nadie los que desaprovecharon la vida, los que perdieron el tiempo. Aquellos que hicieron algo de valor saben que no mueren del todo. Tú no puedes entender por ahora estos asuntos tan serios. Todavía les cuesta entenderlos a muchos hombres de barba.

A mí me pareció comprender a derechas todo lo que Serafín decía, pero me callé; lo dejé seguir. Le gustaba que le escuchasen.

-Piensa en esto -me dijo-. El mundo es una rueda y nosotros la hacemos avanzar. Cada cual empuja de acuerdo con su fuerza. Yo entierro muertos y reparo la carretera. Otros escriben libros, construyen puentes y gobiernan naciones. Pero los hay que no hacen blanca y encima tienen el tupé de derrumbar lo que hay hecho. En el remate de la vida debe pesarles, aunque ya será tarde. Si supiésemos por adelantado el día de nuestra muerte, ¡qué manera de querernos unos a los otros y de amar la vida! Todo esto lo aprendí en la guerra. Imagina la víspera del último viaje. Apretando contra el corazón a todos; mirando al sol, la tierra, los árboles; recorriendo a toda prisa los caminos otrora andados; despidiéndose del mundo, haciendo en esas pocas horas algo donde quedase grabado nuestro espíritu para que nos recordasen los vivos.

Hablaba deprisa y como que estuviese en un púlpito, moviendo los brazos. Volvió a mirar la sombra del ciprés en la pared. De pronto se levantó, cogió el pico y continuó su trabajo.

-Ven -me gritó-. Acércate. Aquí tienes lo que queda de un hombre. Mira -me mostró varios huesos alargados-, esto eran piernas y brazos; y ahí tienes la cabeza. La cara la llevaron los gusanos. ¡Estiércol! Pero la fuente nueva, con sus cuatro grifos de hierro, sigue vertiendo agua para beneficio de los vecinos. Por obra de Manuel de Rendos, el dueño de estos huesos que ves. Lo enterré hace nueve años. Rendos vivirá mientras la fuente dure. Aunque se haya podrido su cuerpo.


FOTOS DE COMPAÑEROS/AS QUE INTERVINIERON

Ángel Abajo, promotor del acto

Vista del público asistente

Una alumna

Ana, alumna de magisterio en prácticas

Ángel Abajo

Carmen Franco

Isidora

Jairo

Jesús Mateo

Julián Fernández

Lidia

Manuel 

Marisol

Montse

Tere Marcos


Vídeo del acto, realizado por Julián Fernández Martín

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obsequios del alumnado CON MOTIVO DE MI JUBILACIÓN

Obsequios del alumnado de Módulo I tarde ESPA





Obsequios del alumnado de Competencia Inglés




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PINCHO ofrecido al CLAUSTRO

Con Tomás, el día de la despedida del Claustro, en la sala de profesores y profesoras  
(Foto gentileza de Maribel, la secretaria)

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CLAUSURA DEL CURSO 2015-2016
JUEVES, 16 DE JUNIO DE 2016
SALÓN DE ACTOS

PROGRAMA

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El homenajeado, Luis Antonio Merino Gil

Atención de mis compañeros y compañeras del "Faustina"

Vídeo del acto de clausura, realizado por Julián Fernández Martín

    En el CEPA Faustina Álvarez García,  de León, se clausuró el curso escolar 2015-2016 el pasado 16 de junio. En el salón de actos del centro, sito en la calle Fernández Cadórniga, tuvo lugar el acto académico. En el vídeo se muestra un resumen del mismo: homenaje a los mayores de 75 años. Reconocimiento al alumnado de Enseñanzas Iniciales. Homenaje a los alumnos y alumnas que se gradúan. Felicitación a todos ellos. Reconocimiento al alumnado de Enseñanzas no formales. Homenaje a don Luis Antonio Merino Gil, maestro del Centro que se jubila. Clausura oficial del Curso. Actuación musical.

Julián Fernández Martín


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COMIDA CON LOS COMPAÑEROS 
HOTEL CONDE LUNA
29 DE JUNIO DE 2016

COMIDA HOMENAJE A
LUIS ANTONIO MERINO GIL

El homenajeado, flanqueado por la directora, Lidia, a su izda., y la secretaria, Maribel


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HOMEAJE EN LA REVISTA DEL CENTRO HUELLAS

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FOTO DE FAMILIA CON LOS COMPAÑEROS DEL CENTRO 
(ADIÓS CON EL CORAZÓN...)



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 ACTO  DE HOMENAJE A LA MEMORIA DE 
ÁNGEL ANTONIO SUÁREZ SUÁREZ
28 DE NOVIEMBRE DE 2019

Recuerdos de mi padre: un maestro que entregó su vida a la escuela pública

Recuerdos de mi padre: un maestro que entregó su vida a la escuela pública

Este jueves celebramos la vida de mi padre en un homenaje público que organizó el equipo directivo de su colegio del alma, el centro de personas adultas Faustina Álvarez García de León. Estuvieron con nosotros el director provincial de Educación y el poeta Antonio Gamoneda, que dijo: “La inteligencia generosa de Ángel se vertía en todo lo que hacía”. A continuación reproduzco una versión editada de mis palabras durante el acto. Espero que sirvan de reconocimiento a todos los buenos maestros y también de inspiración a quienes aspiramos a construir una sociedad mejor.

El día que enterramos a papá me ocurrió algo extraordinario que no olvidaré jamás. Al salir del cementerio, el empleado de la funeraria se me acercó a darme las cintas de las coronas de flores que habían llegado de todas partes. Era un señor calvo de unos 50 años. Ni alto ni bajo. Camisa blanca de manga corta y corbata negra. Sonrisa tímida y voz respetuosa, como con miedo de molestar.

Se llamaba Juan y había nacido en la comarca de Babia, como mi padre. Él fue quien vino a la clínica a levantar el cadáver de madrugada y quien lo preparó para el velatorio unas horas después. También fue él quien condujo el coche fúnebre desde León hasta La Vid de Gordón, el pueblecito minero junto al puerto de Pajares donde papá había pasado su niñez y su juventud.

Al despedirme, Juan me miró a los ojos y me dijo: “Verás… Yo también fui alumno de tu padre”.

Juan había sido uno de los primeros alumnos de papá en el colegio de adultos de Sierra Pambley.

Aquel momento en el cementerio me devolvió a uno de los recuerdos más vivos de mi niñez: la forma en la que decenas de extraños paraban a mi padre por la calle cuando salíamos de paseo por León. Recuerdo como si fuera hoy la calidez, el respeto, el agradecimiento con el que le miraban personas que en algún momento de sus vidas habían pasado por sus clases. Camareros, taxistas, fontaneros. Funcionarios de Hacienda. Albañiles. Auxiliares de clínica. Inmigrantes que habían aprendido allí sus primeras palabras de español.

Papá no siempre recordaba sus nombres pero con todos tenía palabras cariñosas. Se interesaba por sus padres enfermos. Les hacía reír con alguno de sus chascarrillos. Les recordaba que todavía estaba abierto el plazo para la matrícula para los cursos de informática o ebanistería. Se ofrecía a dar clases particulares a algún hijo díscolo. Si lo necesitaban, les escribía una carta de recomendación.

A menudo le paraban por la calle también aspirantes a maestros y profesores de instituto a los que preparaba para sus oposiciones en una academia de León. En muchos de aquellos discípulos, hoy desperdigados por los colegios de la provincia, permanece viva la llama que encendió. A mediados de agosto, a punto de morir, me decía emocionado: “Se los encontrará por ahí María ahora y le hablarán a María de su padre”.

María, por supuesto, era la niña de sus ojos, la madre de sus nietas queridas, la hija que siguió como maestra sus pasos y los de mamá. “¡Qué buena maestrina es! ¡Es igual que mamá!”, decía con orgullo al ver las unidades didácticas que preparaba para sus alumnos de San Claudio o de Boñar.

Podría contar muchos detalles sobre papá. Su gusto por el bacalao al ajo arriero y los chistes de Chiquito. Su amor por los versos de Miguel Hernández y por el disco en bable de Víctor Manuel. Su madridismo y su pasión por el latín y otras lenguas clásicas. Su rectitud moral, legado invisible de sus padres. Los sacrificios que él y mamá hicieron por mi hermana y por mí. El amor incondicional con el que cuidó de mamá desde la tarde en que celebró su jubilación en 2009 hasta unos días antes de morir.

Es tanto lo que queda por contar que no acabaríamos nunca. Por eso intentaré ceñirme en este texto a su labor profesional como educador y como director. Contaré primero quién fue papá. Explicaré después en dónde hundían sus raíces sus valores como maestro. Al final diré lo que creo que podemos aprender de esos valores quienes hoy aspiramos a construir una sociedad mejor.

En lo posible usaré sus propias palabras, entresacadas de sus posts en Facebook, de sus artículos en la revista Huellas que todavía edita su colegio y de los recuerdos que compartió conmigo en la clínica unos días antes de morir.

Mi hermana y yo el día del homenaje con Antonio Gamoneda y con las tres mujeres que componen el equipo directivo del centro: Lidia Getino, Marisol Fernández y Maribel Rodríguez.

Si estuviera hoy aquí, papá empezaría a contar su propia historia y la de su vocación por la enseñanza citando a José Álvarez Álvarez, alias Chazano, su primer maestro en Quintanilla de Babia. El hombre que le enseñó a leer y a escribir.

“Él nos ponía las muestras con una letra extraordinaria y era muy recto”, recordaba papá hace unos años. “Utilizaba métodos propios de la época pero gobernar aquella clase era muy difícil. Yo le guardo una enorme gratitud y me he olvidado de la dureza de sus castigos. Seguí sus pasos como docente y mi gratitud será eterna. Le vi por última vez en Piedrafita de Babia, en el bar Chicote. Por supuesto, no me reconoció pero yo sí le reconocí a él y guardo el entrañable abrazo que nos dimos y cómo rompió a llorar al percibir mi cariño y mi gratitud. Era maestro dentro y fuera del aula, ponderado y comedido en sus juicios, solemne en las formas. Ese abrazo en el Chicote y esas lágrimas de emoción las tomé siempre como la entrega del relevo y las llevé siempre en mi corazón”.

No es difícil reconocer algunos de los rasgos de papá en su descripción de aquel docente de Quintanilla de Babia. La caligrafía extraordinaria. La ponderación en los juicios. El aura invisible de la autoridad.

Pero aquel Chazano no fue sólo el espejo en el que un día se miraría papá como maestro sino el hombre que le abrió la puerta de una vida mejor. Con apenas siete años, dejó Quintanilla para ir al seminario. Primero en Santibáñez de Porma y luego en el seminario menor de la carretera de Asturias.

Ocurría a menudo en la España sin horizontes de los años 50. A los niños de las familias pobres el seminario les ofrecía una formación académica inimaginable en muchos rincones de la provincia de León. Papá llegó a Santibáñez con su madre en el coche de línea. A menudo contaba que por el camino se les rompió el asa de la maleta de cartón y tuvieron que atarla con los cordones de una bota.

Allí y en el seminario menor vivió en condiciones muy difíciles. En invierno le tocaba romper el hielo para lavarse y volvía a casa con las manos llenas de sabañones. Pero siempre hablaba de aquellos años con alegría y con una gratitud inmensa hacia aquellos curas de los que había aprendido latín o teología y que le habían enseñado a cantar la misa de Angelis que todavía tarareaba unos días antes de morir.

Esto escribió sobre sus años en el seminario para la revista que se editó con motivo de una reunión de antiguos alumnos.

“Los hijos de los ricos rara vez venían aquí. Tenían un instituto en el centro de la ciudad. Dios elegía entre la gente humilde. Se seguía apareciendo a pastores y a mineros. En medio de tanta austeridad nos fuimos curtiendo y convirtiendo en todoterrenos de tracción total. Nunca conocí a nadie que alcanzara la mística. Pero recibimos formación humanística modélica, capacidad de trabajo sin límites, honradez, tolerancia, capacidad para comunicar y sentir, sensibilidad, sentido trascendente de la vida, capacidad de caer y continuar el camino aunque sea sangrando y sin cicatrizar las heridas, capacidad de darse sin límites y sin esperar nada a cambio, deseos de dar y dar a cambio de lo poco recibido porque siempre estás en deuda con quien algo te ha dado”.

En estas palabras está contenido el carácter de papá, su capacidad de trabajo sobrehumana, sus principios sólidos y quizá también su filosofía de la educación, que empezó a aplicar con apenas 19 años en el colegio del Patronato de la Huella Vasco Leonesa y en el colegio San Miguel Arcángel de Ciñera, en la cuenca minera, muy cerca de La Vid de Gordón.


Mi padre (en cuclillas, el primero por la derecha) y mi madre (de pie con jersey morado de cuello alto) en sus primeros años como maestros en Ciñera de Gordón.

Sus primeros alumnos fueron unos niños de siete años, hijos de mineros como él. Juntos viajaron a Madrid para recoger por dos veces el Premio Ejército en 1976 y en 1980. Fue un doble logro extraordinario para un profesor novato, casi adolescente. Pero aún más extraordinarios son los testimonios que le fueron dejando en Facebook aquellos alumnos, casi siempre al felicitarle por su cumpleaños medio siglo después de coincidir con él. He aquí una pequeña muestra.

“Hace 50 años usted me dio clase de Lengua y Literatura. Desde entonces me apasiona la literatura y todavía no se me ha olvidado el poema al Cristo crucificado. Esa pasión por la lectura la han heredado mis hijos y mis nietos también”, escribía María Justicia.

“Tengo una niña de 13 años que sabe los tiempos verbales mejor que la mayoría de sus compañeros gracias a aquel cuadro tan magnífico que nos enseñaste”, escribía Paco Juanes.

“Las ecuaciones sólo se hicieron fáciles con las explicaciones que nos dabas. A todo lo que hacías le ponías tanto amor y dedicación… Fuiste mi mejor profesor”, escribía Ángela Sánchez.

“El latín lo llegué a entender con tus explicaciones. Todavía recuerdo aquello que decías de ‘yo sé más latín que los curas’. Creo que no mentías”, escribía Eliseo Fernández.

“No habrá años para devolverte en cariño todo lo que has aportado a nuestra vida. Me siento afortunado por haberme cruzado en la vida con maestros con mayúsculas como tú”, escribía Juanjo Santano.

“Cuando se ama una profesión, no importan los años que se tienen. Importa el tiempo que se le dedica. Tú nos dedicaste ese tiempo para que fuésemos personas dignas de este mundo, profesional y humanamente. Por eso nunca me cansaré de decirte: gracias, gracias y gracias”, escribía Manuel Pérez.

Sólo un maestro o una maestra puede comprender el verdadero valor de los testimonios de aquellos alumnos en quienes papá dejó una huella que ha sobrevivido medio siglo.

Ninguno dice que fuera un profesor inexperto. Muchos hablan en cambio de su entusiasmo y de las fórmulas con las que les ayudaba a digerir asuntos áridos o difíciles de entender.

Ese instinto didáctico tenía que ver con la formación humanística del seminario de papá pero también con su propia curiosidad. Creció en una casa sin apenas libros y al graduarse le compró a Ferino, el librero de Ciñera, una enciclopedia Espasa. Le hizo un 20% de descuento a cambio de exponerla durante dos meses a ver si picaba alguien. Aquel librero no vendió ninguna enciclopedia más.

Fue entonces cuando empezó a impartir clases particulares, a menudo de forma gratuita, primero en una salita de su casa y luego encima de la casa del cura de Ciñera. En la clínica me contó que la mujer de un minero que tenía nueve hijos le llevó un verano a dos que habían dejado asignaturas para septiembre. Al final la mujer llegó con 250 pesetas. Él se negó a aceptarlas y le dijo “Pero mujer… Cómpreles dos pares de zapatillas”.

Ése era papá.


Ciñera fue también el lugar donde papá conoció al hombre que cambió su vida para siempre y de paso la nuestra también: el inspector Serafín Sánchez Sánchez. Serafín quedó tan impresionado con aquel joven maestro que lo propuso como profesor del centro de adultos que la Fundación Sierra Pambley iba a abrir en la ciudad de León.

Allí trabajó y trabó amistad con el poeta Antonio Gamoneda y llegó de la mano de otros maestros históricos en el programa de adultos. En aquel caserón junto a la catedral, que forma parte de mi niñez y de la de mi hermana y donde se formaron cientos de hijos de obreros hasta la represión cruel y miserable de las tropas franquistas, permaneció papá como director hasta 1993. Después de un breve lapsus, fue director del colegio que surgió de la fusión de los dos colegios de adultos de León desde 1996 hasta 2007 y terminó su carrera dando clases a un grupo de señoras mayores de un pueblo de las afueras durante dos años hasta su jubilación.

En esas tres décadas está contenida toda una vida. Levantar dos colegios casi de la nada. Lidiar con los conflictos inherentes a cualquier claustro de profesores. Ir a vigilar las obras los fines de semana. Estudiarse los catálogos para elegir los ordenadores del colegio sin saber una palabra de informática. Rotular los carteles del colegio de su puño y letra. Asegurarse de que cada detalle de la experiencia de los alumnos era excepcional.

Se podría decir de él que fue “pródigo sembrador de escuelas” como dice la placa dedicada al leonés Paco Sierra, benefactor de la Institución Libre de Enseñanza y fundador de la Fundación Sierra Pambley.

En primer plano, a la izquierda, Antonio Gamoneda. En la pared, un retrato de Faustina Álvarez y una reproducción de la vidriera que es emblema del colegio. A la derecha el coro Lauda, que cantó al final del acto.

Papá se dejó el alma en cada detalle. No voy a contar todo lo que hizo durante sus años en el programa de adultos de León. Pero sí quiero destacar dos detalles de todo lo que hizo aquí.

El primero es que siempre fue muy consciente de la diversidad de ese proyecto educativo. A su colegio de adultos, como a Sierra Pambley, llegaban adolescentes desnortados, señoras que querían aprender unas nociones de informática, inmigrantes sin papeles que necesitaban aprender español. También padres de familia a los que sus empresas amenazaban con despedir si no sacaban el título del graduado, corales que necesitaban un local de ensayo, la hermandad de León en busca de donantes de Sangre y abuelas como su añorada Orosia Silvano, que con 91 años recitaba de memoria sus poemas en las ceremonias de clausura y de la que los maestros del centro siempre hablaban con admiración.

Papá sabía que los alumnos llegaban aquí por caminos muy distintos y que a menudo pertenecían a grupos muy vulnerables. Por eso siempre se esforzó por tratar a cada uno según sus necesidades. Esto decía en 2009 en la revista del colegio cuando le preguntaban por los problemas que había encontrado entre los alumnos.

“En los jóvenes, desmotivación y desaliento porque la escolarización obligatoria no les enseñó ni siquiera a leer y a escribir. Cuando estas técnicas básicas no se adquieren, ¿a quién le puede apetecer estudiar? Entre las personas adultas encontré valores y vidas plenas de sacrificios y de renuncias que me han enseñado a ser mejor y más humilde. A veces me he sentido muy poca cosa a su lado. Desde aquí quiero agradecérselo de corazón”.

El segundo detalle que destacaría de su gestión es que siempre se empeñó en integrar en el colegio a personas con ideas distintas. Papá a menudo exhibía algún ramalazo autoritario. Pero nunca fue una persona sectaria y siempre respetó y admiró la integridad y la profesionalidad de los colegas que no pensaban como él. Juntos construyeron un gran colegio sin que importaran banderas ideológicas, esquivando las ocurrencias o los nombramientos de los gobiernos de turno y sin otro carné que el carné de identidad.

De nuevo recurriré a las propias palabras de papá al celebrar la jubilación de su amigo Miro, profesor del centro, en la revista Huellas de 2006.

“Te considero, Miro, uno de mis mejores maestros en lo pedagógico y en lo humano. Gracias por tu magisterio, por tu paciencia, por tener siempre la candidez de aquellos niños de la Cabrera que te seguirán recordando. Gracias por haberme enseñado el respeto por quienes no piensan como yo y que, sin embargo, también tienen su verdad y su razón”.

Ése era papá.

La diversidad de aquel proyecto educativo y su pluralismo son dos tesoros valiosos en esta nación crispada, donde surgen cada vez más señores vociferantes que explotan nuestra división. Aquel colegio de adultos fue, es y seguirá siendo, estoy seguro, un oasis abierto a la ciudad. Allí nunca cupieron la mezquindad o el sectarismo y será por muchos años un espacio que ayuda a integrar a decenas de inmigrantes sin mirar sus apellidos, su religión o su color de piel.

Son triunfos pequeños pero muy importantes que dan fe del esfuerzo y de la generosidad de papá pero también del trabajo del actual equipo directivo y de todos los maestros que habéis trabajado aquí.

Antes de terminar, me gustaría evocar aquel 8 de marzo de 2004 en que este colegio estrenó el nombre de la leonesa Faustina Álvarez García en homenaje a aquella pionera, maestra, inspectora de educación y madre del dramaturgo Alejandro Casona.

Unos días antes de morir, papá me contó con detalle aquel acto (incluida por cierto alguna maldad sobre los políticos que vinieron) y me habló con admiración de Lydia, de Marisol y de Maribel: tres maestras al frente de este centro que lleva el nombre de otra maestra, nuestra admirada Faustina. “No sabes lo curiosín que han dejado el centro".

Recuerdos de mi padre: un maestro que entregó su vida a la escuela pública. [Escrito por Eduardo Suárez, periodista, hijo del homenajeado, Ángel Antonio Suárez]

Papá y mamá, el 7 de junio de 2012 en Nueva York. Tres años antes, se habían jubilado como maestros.

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ACTO DE CONMEMORACIÓN DEL 25 ANIVERSARIO DEL CENTRO
(6 DE MAYO DE 2022)

SALUDA



PROGRAMA




VINO ESPAÑOL

Después del acto académico, se ofreció un vino español en el patio del centro.  allí,  los presentes -antiguos compañeros/as- nos afanamos (besos, abrazos, recuerdos) en un amable y divertido guirigay. creo que la ocasión bien merece citarlos, aun a riesgo de olvidarse de alguno/a. Así me vienen a la memoria:

Isidora, Ana, Rosa, Elena, Miguel de Godos, Miro, Elisabeth González Villar, Nati, Cristina López Benito, Teresa Marcos, Blanca Mar, Tere Crespo, Pedro Cimadevilla, Eduardo Hernández Gil, Julián Fernández, Ángel y Charo, Pere, Felipe, Rocío, Julio César, Jesús Mateo, Manuel (el profesor de carpintería), Marisol, Elsa, Gelo (Coletas), Carmen Escudero, Maxi, Lidia, Maribel, Jesús María, Montse, María Jesús... (mis sinceras disculpas si me he olvidado de algún compañero o compañera: a todos los estimo y valoro)

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